Testimonio Guadalupe Anaya

                           

 

UNA MUJER ESPECIAL

Llegué a la Casa de las Madres Trinitarias en el mes de marzo, me  recibió Sor Candy, sus primeras palabras al verme fueron:

 

Eres como la primavera que está iniciando, no debes llorar,

al contrario, tienes que ser como una flor, crecer y florecer”.

 

¡No quería quedarme ahí! Ella tomó mi maleta, me abrazó y caminamos juntas por ese enorme pasillo; veía todo enorme, me llevó al dormitorio para asignarme mi cama y mi armario, vi dos filas de camas, al recorrer el dormitorio con la mirada, a mi cuerpo lo recorría un escalofrío. Bajamos al comedor, me sentía más pequeña al ver esa inmensidad de mesas, tenía mucho miedo y las chicas que se me acercaban me decían que era por mi bien, yo no lo entendía, no tenía la capacidad para ver más allá, solo sentía un gran abandono, y pensé en escaparme.

Cuando tenía tres meses, ya no estaba esa idea en mi mente, comencé a ver que ese lugar tenía cosas buenas, fui adquiriendo un interés por aprender lo que nos enseñaban. La convivencia con las compañeras me fue llevando a volverme aguerrida. Una mañana en misa, el padre Alejandro dijo que las chicas que estábamos ahí éramos especiales. Inmediatamente puse en mi mente: ¿Especiales?, ¡qué le pasa!, si fuera especial estaría en otro lado, pero en ese momento lo dejé pasar.

Debido a los cambios que había en el internado, todo aquello enorme se dividió en departamentos y se comenzó con diferentes dinámicas, para que las internas estuviéramos mejor. Comenzaron los grupos, llegó a mi vida alguien que fue muy importante en esos años, SOR GEMA, con quien siempre me encontraba en una situación de “estira y afloje” y nuevamente escuché que nos decía que éramos especiales, que Dios nos había elegido para estar ahí; no lo entendía, pero yo iba aprendiendo cosas.

Estaba el taller de bordado, de tejido, de sabanas y colchas, por cada uno de ellos pasé hasta que me quede por mucho tiempo en el de Taller de Sor Lucía quien era experta cortando y cociendo sabanas. Estudiaba y me gustaba aprender. Hay una frase de Sor Gema que se me grabó mucho:

Tienes que ser la mejor, no importa lo que hagas,

pero tienes que hacerlo de la mejor manera”.

Pasaron dos años y mi madre me dijo: “¡ya no puedo venir a visitarte, mi religión no me lo permite, así que vente a la casa!” En ese momento decidí quedarme, le dije que no podía irme con ella, que yo era feliz, me gustaba estar en el internado sin importar que no saliera los fines de semana, incluso los disfrutaba más, podía patinar por más tiempo y bajar a jugar básquetbol.

Mi familia dejó de visitarme, eso no fue problema para mí, me gustaba trabajar en los talleres y siempre quería hacer más trabajo, llevarme el primer lugar para que la recompensa que nos daban las madres fuera de las más altas.

Terminé mi secundaria y quería estudiar la preparatoria, pero no tenía quien me apoyara y se decidió que estudiaría secretariado, las madres me apoyaron para que pudiera estudiar con una beca del 100%.

Mi vida era diferente a muchas compañeras y no entendía porque era así. Comencé a trabajar en la UIC, salí del internado, me casé inmediatamente, formé una familia, pero yo me acordaba de todo lo que había aprendido en la casa hogar. No recuerdo mucho mi familia de sangre, ni lo que viví con ellos.

Al trascurrir los años, siempre me preguntaba por qué era diferente, por qué podía darme cuenta de las injusticias y por qué era mi afán por ayudar al necesitado, por qué siempre busco escuchar a la gente y trato de hacerla sentir bien, por qué he vivido muchas cosas y siempre he salido avante de los malos momentos, por qué soy una persona que da. Al trascurrir los años entiendo que era alguien especial, Dios tiene el momento y el lugar específico para cada persona. Gracias a todo lo que aprendí en la casa, soy la mujer que soy ahora, una persona con valores, responsable, una mujer que ha cuidado y criado a otros hombres y mujeres y los ha hecho seres de bien, trabajadores, responsables, con valores, con virtudes. Les he enseñado lo que aprendí en la casa de las Hermanas Trinitarias: a ser humana, a vivir con amor a Dios y a nuestros semejantes, a lograr que toda la gente que esté a nuestro alrededor se sienta feliz al tenernos cerca.

Es grato ver como mis hijos son queridos por otras personas, porque son hombres de bien, porque apoyan al desvalido, porque saben caminar hombro con hombro, eso lo aprendí de esas Madres y lo trasmití a mis hijos. Lo que aprendí en esa casa jamás se perderá, estoy segura que todo ese conocimiento que he trasmitido a mis hijos, lo transmitirán a sus hijos y serán beneficiados.

Doy gracias por hacerme esa mujer especial, por todos los años que pasé en esa casa en los cuales nunca me faltó amor ni comida, y sobre todo, doy gracias porque siempre he estado presente en el corazón y en las oraciones de las madres.

 

 

“Cuando todo falla, sé que puedo confiar en Dios.

Cuando la vida sea muy dura y me sea difícil continuar,

sé que tengo en Dios un refugio al que puedo regresar”

 (Esto lo aprendí de Sor Gema). 

 

GRACIAS DIOS POR DARME TU AMOR INFINITO.GRACIAS MADRES TIRITARIAS

Guadalupe Anaya Hernández